Este año también he tenido la desgracia de hacer coincidir mi estancia veraniega en mi pueblecito jienense con sus fiestas mayores, que son un coñazo. Estos son días (en concreto, noches) de señores con camisa nueva y parienta del brazo, de niños cargantes y engreídos repeinados por la abuela, y de niñas encursiladas (sic) hasta la extenuación, con sus vestiditos azules y rosas, sus lacitos y todo eso. A estas criaturas hay que sumar la tribu de adolescentes dispuesta a darle a la botella y a lo que se quedó pendiente el año anterior. Vamos, que el santo pueblo invade las calles convertidas en extensas terrazas al aire libre y ocupa hasta la última mesa disponible o, incluso, sin disponer, siempre que por allí cerca se sirva cerveza. Cuatro días son cuatro días, y hay que presumir de novio, de vestido, y de virgo recién perdido.
Como detesto por una cuestión de principios las aglomeraciones de seres vivos salvo en las aves migratorias, dedico esos días a ocupaciones domésticas y, si es posible, placenteras, y planifico mis salidas a lugares selectos, como la terraza de la única pizzería que existe en el pueblo. Y en horario estratégico: de diez a doce de la noche. Intervalo en el que uno puede decir cosas en el tono conveniente a una prudencial distancia de un oído y escuchar a quien corresponda. Entretanto, mis congéneres pueden elegir dentro del vasto programa de feria la contemplación del tercer equipo de unos bailarines georgianos (bolo apasionante), antes de que alguna orquesta de nombre exótico reproduzca un año más las mejores piezas universales de la historia de la música y que nunca deben faltar en un baile de verbena que se precie.
Pero como soy un hombre de gustos sencillos, suelo hojear el programa en busca de eventos culturales. Ni una mala exposición de pintura. No vaya a ser que un exceso de cultura nos vuelva exquisitos e inaguantables. La Sala de Exposiciones que depende, supongo, de la Concejalía de Cultura ha acogido un par de muestras en un año. Hay que dosificarse. En cambio, eso sí, el programa ofrece un par de obras de teatro que, para mi mala suerte, no me motivan. Gurruchaga y Charo López en sendas homilías con pretensiones filosóficas que recogen todos los clichés de la pijoizquierda socialista, y una obrita ligera, de esas en las que se pueda reír el niño y el abuelito al mismo tiempo.
Lo mejor del programa es, en mi modesta opinión, el “saluda” del concejal de la cosa. Una auténtica joya de la literatura en clave de humor, donde la utilización del genérico masculino debe ser un pecado abominable y opta, ya saben, por esa letanía feministoide (otra vez sic) y cursi de pealeños y pealeñas, etc… Y el tío, además, es capaz de insertar una coma cada tres palabras. Impresionante.
El pueblo se llama Peal de Becerro. Pero, por Dios, no vengan en feria. Es insufrible.
JAQ